lunes, 31 de diciembre de 2007

ELOGIO EN CURSIVA DEL LIBRO DE BOLSILLO. PEDRO TÉLLEZ


ELOGIO EN CURSIVA DEL LIBRO DE BOLSILLO

Pedro Téllez


I


Una enemistad secreta envuelve a bosques y bibliotecas: incompatibles los bosques son desorganizados, el “azar” les conforma o leyes desconocidas a las que llamamos azar. Inherente a ellos el peligro y el acecho: la sombra. La biblioteca está iluminada para mejor leer, sus libros en orden, clasificados decimalmente. En la claridad meridiana de sus estantes predomina la línea recta. En la biblioteca el azar no esta permitido. En el bosque la materia está viva, “orgánica”; en su contraparte, la biblioteca, la materia está muerta: Estantes de madera seca, pulpa de papel y la ironía de Lichtenberg: “¿Que haremos cuando los árboles desaparezcan? –¡Quemaremos los libros hasta que vuelvan a crecer!”.


II


Un cuadro de Cranach: un santo leyendo en el bosque, el cardenal Alberto de Brademburgo representado como San Jerónimo, fieras a sus pies y escritorio al aire libre; el escritorio es una tabla de madera rústica sobre dos troncos cortados que sostiene un enorme volumen; en un claro los venados juegan mientras el santo lee y escribe a la luz del día; al fondo del cuadro una ciudad. Esta lectura “en el” bosque forma parte de las dificultades de la santidad. En otro cuadro anterior San Jerónimo (Cardenal Alberto) lee cómodamente en su estudio, iluminado por un gran ventanal, en amplio escritorio y bajo una lámpara de techo; al fondo biblioteca y un reloj de arena: Sólo la habitación repleta de animales salvajes comunica un cuadro con el otro. Contemporáneo de Cranach, uno en Viena y el otro en Venecia, es el también renacentista Aldo Manuzio que imprime en 1501 el primer libro de bolsillo: Una edición de Virgilio, el poeta de La Eneida, pero también el poeta campesino, de las Geórgicas y Bucólicas. Por su fecha, por un año, este primer libro de bolsillo no es un incunable (catalogación arbitraria que va desde los libros de tipos móviles hasta 1500). Pero el límite es oportuno, pues en 1501 el mundo tipográfico abre con los libros portátiles un mundo nuevo Es un “manual” que se lee de la mano y no sobre escritorios como los de Jerónimo, enchiridion es el término griego. Manuzio diseña un nuevo tipo de letra para el formato: la cursiva. Hoy se usa para distinguir entre dos textos: para diferenciar. En el renacimiento la cursiva se acercaba al manuscrito, en los extremos de la letra semeja al trazo a mano. Además eran letras más compactas que se prestan al pequeño tamaño de la pagina del libro. Libritos dirigido a un público joven, y para ser leídos durante viajes, esperando, en el bosque o en la ciudad, durante paseos. “Libritos” por su tamaño, pues eran librotes, las primeras ediciones en latín o en lengua vulgar (italiano) de los clásicos, que entonces eran los clásicos grecolatinos. El de bolsillo es un libro personal. Por su potencial de desplazamiento, de intercambio, donde más de uno se perdería, esos primeros libros de bolsillos son hoy raros: las valiosas ediciones aldinas. Además de las cursiva y el formato en octavo (la hoja se dobla tres veces para dar ocho folios) del principio, y le seguirían formatos menores cada vez menores (12vo., 16vo.). Los libros de Manucio tendrían tapas de cartón y no madera, lo que les hacia más ligeros y flexibles, como su contenido: Los mejores escritores griegos y romanos en cuidadísimas ediciones. Solo en aquel momento inicial del libro de bolsillo los mejores fueron también los más vendidos, los bestseller. Resumiendo, el aldino estaba impreso en cursiva, con encuadernación de cabra y tapas de cartón, buen papel hasta hoy intacto y de contenido la edición pura de un clásico. Las ediciones crisol de Aguilar serían una especie de aldinos actuales, en especial los crisolitos que salen anualmente. Pero lo más importante es el nuevo lector para el cual se dirige el libro de bolsillo, y que llamaremos el lector del bosque o lector salvaje. El nuevo libro produce y es reflejo de la compleja transformación de la lectura en el Renacimiento: agregaríamos que aquí la potencia de la imprenta se manifiesta. Incluso el inédito formato condiciona el volver de géneros olvidados, y el entronizamiento de algunos conocidos: el libro médico de carácter aforístico, que es leído en voz alta, por el maestro a los discípulos al pie de la cama de los enfermos; los libros de oraciones, en voz baja, acompañan al lector devoto en los patios de los conventos; el teatro de bolsillo se presta para las compañías itinerantes; el militar viaja con sus poemas, y los puede leer en forma íntima, antes o después de la batalla; el libro erótico que se lleva consigo y se comparte en los jardines o en las recámaras, antes o después de la batalla. Con el tiempo habrá espacio, en la nueva selva de libros, hasta para el acecho de los enemigos de la lectura: Uno de los primeros bestseller del siglo XVIII, los avisos de Tissot contra el daño de la lectura. Aviso a los literatos y personas de vida sedentaria sobre su salud, es impreso en formato de bolsillo. El bosque se hace jardín con el libro de bolsillo. Un aparente triunfo de la biblioteca, veremos por qué.


III


La nueva forma de leer al aire libre, hombres y mujeres al aire, entre árboles, o mujeres solas, desafiando el antagonismo secreto entre la biblioteca y el bosque: Francisco de Miranda en su Diario anota su lectura romántica de Las Geórgicas, reedición de bolsillo recién hecha (casi tres siglos después del invento editorial de Manucio) que adquiere en su viaje por países europeos. Destaca en su anotación del 28 de julio de 1788: “A las 6 en pie y tomé una silla con que me fui a Khel, pequeña villa a una legua corta de aquí, del otro lado del Rhin... después me fui hacia la imprenta que está dentro del fuerte, construido antiguamente por los franceses y ahora arruinado... el director de dicha imprenta me dió un billete con el cual otro (director) me vino a enseñar el todo... vimos la sala de composición, de asamblaje, de prensas (24 creo), todo en muy buen orden... estuvimos en el almacén donde vi la edición completa de las obras de Voltaire... algunos otros libros también han impreso, de los cuales compré uno, las Geórgicas de Virgilio...” . Escribe días después, el 4 de agosto de 1788: “...En el ínterin Virgilio, al son de los bastones con que los labradores baten el trigo... cuando llegué a la pequeña villa de Neun Kirchen... resolví pasar la noche, pues el cuadro interesante de la vida campestre que todo el mundo ejerce allí me convidaba para ello... efectivamente, los que batían los granos, los que conducían las hierbas, los que traían los rebaños...me representaron aquella tarde el espectáculo más rural que he visto en mi vida...y todo delante de mi ventana, de donde, con Virgilio en la mano gozaba todo...” Así leía Miranda, comiendo ciruelas del árbol que daba a su ventana leyendo las Geórgicas. Meneses comentando este pasaje “La moda pastoril y el respeto por la antigüedad se juntan para hacer de la lectura de Virgilio una ejemplar aventura espiritual”. Esta aventura romántica sólo es posible con el libro portátil, más allá de cualquier escritorio o estantería.


IV


Con el tiempo se han dado las condiciones para la venganza del bosque: El libro de bolsillo desorganiza la biblioteca, selvatiza las lecturas, multiplica los lectores y pasa de mano en mano, de mujeres a hombres como pretexto de nuevos encuentros, la devolución y el comentario. En su venganza se acompaña de su “pareja”: el cuaderno de notas. Y si antes se anotaba en sus pequeños márgenes, ahora la literatura portátil deviene en escritura. Se ha configurado un nuevo lector, que lee y escribe en el bosque, o en el jardín, en cuartos de posadas de países lejanos; y si lee en la biblioteca, pública o personal, lo hará a la manera del viajante, prefiriendo lo liviano y concentrado, lo que valga la pena llevar y traer, lo ameno y lo que deja, los clásico antiguos y modernos. Es el lector salvaje: Y Miranda en su Diario de Viajes es uno de ellos. No en balde en el catálogo de la subasta de sus libros, “catalogue of the de la valuable and extensive library of the late General Miranda” (1828), en “octavo et infra”, están 437 de los 780 libros, es decir mas de la mitad de los volúmenes de la biblioteca “fija” de Miranda son de bolsillo o portátiles, están en octavo o en un formato menor. En el catálogo de la segunda subasta y remanentes serán 385 de 1071, la proporción se mantiene si se entiende que se venderían más en la primera, pues se incluyen restos de aquella. Encontramos numerosas ediciones aldinas (primeros libros de bolsillo), tanto en la subasta, como en la donación de clásicos griegos y latinos que hizo a la Universidad de Caracas y que hoy se conservan en la Biblioteca Nacional. Pero será en las inspecciones de su equipaje, donde escrupulosos funcionarios aduanales toman nota de los títulos y de sus características, donde vemos el predominio de los libros en formato pequeño de octavo, en 12º- y en 16º-.


V


La feria internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (Filuc) tiene más de bosque que de biblioteca: Por la ubicación de los libros para la venta en espacios abiertos y asistemáticos, en el desorden del bosque editorial, donde serios comerciantes y expositores toman por unos días el rol de buhoneros, rematadores de libros a la caza del lector deambulante: Lector salvaje que va o viene del café o el bar, y que sabrá escoger a su igual: El libro portátil o de bolsillo, el rey de la feria, que acompañara al paseante por selvas de asfalto, en su trayecto errático por el tedioso domingo valenciano.

jueves, 27 de diciembre de 2007

CONFESIONES DE UN POETA Y III. LEDO IVO (Traducción de José Carlos De Nóbrega)


CONFESIONES DE UN POETA.
LEDO IVO.

I

EL VIENTO VAGABUNDO.


No estimo a los analistas, ni a los psicoanalistas ni a todos aquellos que, movidos por intenciones terapéuticas, se abalanzan sobre los males de las almas, despojando a las criaturas de lo que ellas poseen en lo más secreto y substancial de su ser, que son sus neurosis y obsesiones, sueños y obstinaciones, reduciéndolos a piscinas vacías. Pero, aquella noche en Portland, Oregon, la conversación, en la acogedora casa extranjera, ennoblecida de observaciones y confidencias respecto a la variada naturaleza humana. Un viento proveniente de Alaska me olfateaba como un perro glacial. Entonces, conté a un especialista atento el sueño que me sigue, o persigue, desde la infancia.
Conté mi sueño con la salvedad de ignorar si naciera de la realidad o pasara de la ensoñación a la vida abierta. En ese sueño, que se repite bajo incontables variaciones, como un motivo conductor de una composición musical, soy un niño o un hombre en procura de algo que jamás será encontrado, una vez que despierto siempre en los alrededores del descubrimiento. Un episodio de la infancia, por cierto real, lo nutre: aquella noche en que, en una feria, me le extravié a mi padre y, en medio del llanto, viví minutos de aflicción, por cuanto a mi vuelta los carruseles corrían y las luces de la rueda gigante fulguraban entre lágrimas. El instante dramático se multiplica en la memoria adúltera que la guarda y reinventa. Pequeño, más de una vez me encuentro perdido en la fiesta ruidosa, entre rostros permutables que me miran fijamente o pasan sin prestarme atención. Estoy en un chorro, sobrevolando Nueva York, pero Nueva York no existe. Vago entre calles barrocas; contemplo palacios de vidrio que protegen los gestos infantiles de burócratas diáfanos; me acerco a dos navíos podridos en las lagunas natales, bajo la imprecación de gaviotas perturbadas por mi curiosidad; subo escaleras en espiral que me conducen a la torre truncada del farol que iluminó mi infancia. Pero cuando creo estar cerca de distinguir lo que busco –un lugar, una mujer, una concha, la metáfora que consagra la abolición de la muerte- mi mano levantada es la de alguien que despierta, en el gesto desconsolado de apartar una oscuridad prematura.
El Doctor en almas humanas acogió mi sueño y me sorprendió con su diagnóstico. Al contrario de eventuales pasantes, siempre inclinados a interpretarlo como un parto reiterado de la incertidumbre y la inseguridad, vio en él el obsesivo síntoma íntimo de una búsqueda.
Mi sueño significaba la lucha de un hombre en procura de su personalidad. A su entender, yo no era una criatura perdida o insegura, o extraviada del Padre Celestial (hipótesis de un amigo católico), y sí el ser que se busca a sí mismo. La sentencia exacta o falaz, esclarecía uno de los problemas que más me perturbaran, desde la adolescencia hasta la madurez: el de mis límites.
Al llegar a Recife, para las primeras aventuras literarias, lo que más me impresionó fue la limpidez de las señales estéticas de un principiante que habría de ser uno de los más grandes poetas de nuestra lengua. Joao Cabral de Melo Neto comenzaba y terminaba nítidamente. Todo, en él, ostentaba la exactitud de un cuchillo. Con certeza en el cuchillo sólo la lámina de su lucidez contundente tenía el brillo de una locura mallarmeliana, que lo obligó, cierta fecha, a un aislamiento en el que contemplaba “jardines enfurecidos”. (Es sorprendente, también, que sus incontables críticos y exegetas no se hayan detenido, todavía, delante de esa arista visionaria de poeta que celebró “la servidumbre de las ideas fijas”, prefiriendo navegar sólo una de sus dos aguas). Mas regresemos un momento de aquel primer encuentro de dos jóvenes poetas que, precisamente porque eran diferentes y antagónicos, con sus estéticas que se repelían y se desencontraban, podían caminar juntos. En cuanto Joao Cabral mantenía sus alucinaciones bajo el control de un albo sol de aspirina, automedicándose al punto, y conocía la extensión de sus tesoros, produciendo poemas como el molino produce agua, yo era todo incertidumbre y torbellino, abundancia y desperdicio, secuestrado por una turbulencia de mí mismo desprovista de flechas y contornos.
Yo temía que mis dones eventuales me extraviasen. A mi rueda, no eran pocos los que me etiquetaban de esparcido y veían con mal ojo mi futuro poético. Era necesario contestar el canto matinal, vigilar al importuno visitante nativo, represando las aguas tumultuosas de la vocación y convirtiendo el torrente en el andén –o lo mismo, ¿quién sabe?- de una estación central.
Hoy, acostumbro preguntarme si lo conseguí, ya que los críticos más juiciosos, semejantes a los exploradores que se conforman con la punta del iceberg, aman aludir en mí el virtuosismo y la pericia formal. Y me pregunto si esa proeza –tal vez guiada menos por la voluntad sedienta de la afirmación de que por el instinto creador que, a lo largo de la vida, va mutando de lo abstracto a lo concreto- no tendrá erradicada algunos segmentos valiosos o, estancando fuentes vivas, impuso silencio a una alta verdad que sólo podría ser dicha a través del abuso o del exceso. Pienso, a veces, que en la flor invisible seguro faltan algunos pétalos, que yo no supe proteger de la intemperie. Tengo pesares de lo que no fui, de lo que dejé de ser.
Mi ambición, en la mañana de los primeros versos tuertos y de la prosa balbuceante, era crear un recipiente formal que me contuviese por entero, en una melodía durable. Yo era el llamado a establecer el espacio de mi entereza sin el sacrificio de las máscaras deseosas de exhibirse, de todos los yoes que se suceden con sus imprecisiones prestigiosas y metafísicas engendradas por la brisa, de todas las letras del amor y de la alegría.
¿Habré cumplido mi promesa? Es lo que pregunto a las estatuas de la noche, al viento vagabundo y las colinas, a los emblemas del día, a la vaga transgresora que desafía el desorden bellísimo del mar.
En vez de calmarme, con sus preguntas, me tupió de interrogantes. Así, no pertenezco al linaje de los que tienen respuesta para sus semejantes. Antes bien, soy de la familia espiritual de los que sólo tienen preguntas y, con su constelación de incertidumbres íntimas, sólo saben indagar y sembrar dudas.
En la fiesta bullente de las letras y la vida, soy de nuevo el niño perdido y reencontrado que se busca a sí mismo entre rostros indiferentes, cierto que sólo esa búsqueda tendrá el poder de transformarlo en lenguaje.

CONFESIONES DE UN POETA II. LEDO IVO (Traducción de José Carlos De Nóbrega)


XXIII

SIEMPRE SUEÑO QUE SOY OTRO .


Sueño que, siendo otra persona, ando por un corredor infinito (o un laberinto) en busca de alguien –y soy yo mismo ese alguien procurado.
Cada puerta abierta me muestra a mí mismo sentado delante de una mesa, y a la espera de la visita de ese otro que es el único, al paso que soy decenas.
Z . me cuenta que, durante su luna de miel, imaginaba ser el cáliz de una flor monumental. Le ocultaba, sin embargo, al marido ese pensamiento que, a su entender, tenía un dejo licencioso.
Desahogo de un individualista: “Prefiero una vagina a un comicio”.
Estaba casi sepultado, en la nieve del Central Park, aquel gorrión que el dios del frío matara.
En un parque, entre árboles, bichos, fuentes y piedras. Todos los seres y cosas que me rodean, dotados de voz o silencio, inmovilidad o movimiento, se convierten en señales de una realidad más profunda. El grillo inmóvil en el césped propone una analogía.
La aglomeración, ese jardín maculado donde recogemos la flor de nuestra propia soledad.
En París, un río atravesaba mi cuarto y los plátanos iluminaban mi amor.
Me siento en una jaula –tal vez la jaula que encierra a todos los hombres. Me ven el desaliento, la certeza de una condenación a muerte. Jamás la libertad habrá de abrir para mí sus portones brillantes.
Poesía, rosa de la inteligencia. Mas, cuando escribo un poema, siento que mis palabras derrumban las barreras de la inteligencia y avanzan por un nuevo territorio.
Estamos aquí en la Tierra para vivir, ¿pero dónde está la verdadera vida? Somos todos máscaras, actores de una pieza interminable.
En el racionalismo de los poetas, está siempre presente la nostalgia de la locura.
Siento nostalgia de incorrecciones, descuidos, impropiedades sintácticas y estilísticas. ¡Que el dios de los escritores me conceda hoy la gracia de cometer una apostasía! Llego a envidiar a X., que escribe en un pésimo portugués, lo que no deja de ser una forma de transgresión.
Nuestra vida verdadera es un misterio, al cual los otros no tienen acceso. El silencio con que la guardamos la protege como un escudo. Los otros nos aceptan o nos juzgan por lo que, en verdad, no somos. Y la aceptación y el juicio, en esos otros que se asemejan a nosotros por su misterio también inabordable o indescifrable, indican que vivimos y nos comunicamos gracias a nuestras máscaras.
Esta confidencia que me hizo un día G.F.: “Hubo un tiempo en que mi gloria incomodaba a mis enemigos. Ahora, ella comienza a incomodar a mis amigos”.
Muchas veces, lo que digo está oculto en lo que digo. Es un cuerpo que, escondido por la ropa del lenguaje, sólo se entrega a quien lo alcanza.
Mar, ese monosílabo inmenso que desde la infancia resuena en mis olvidos. Mar, palabra larga –la m de las olas levantadas e incesantes, la que contiene todas las aguas, la r final de las rocas y los arrecifes.
Las palabras son figuras. Cada una de ellas tiene un rostro, tronco, miembros. Ciempiés, una palabra dotada de cien pies.
La calandria bella como un pavo real.
La noche negra de las aguas vivas y pútridas. Seres minúsculos y desasosegados -¿promesas de peces?

CONFESIONES DE UN POETA. LEDO IVO (Traducción de José Carlos De Nóbrega)



L

VUELVO A OIR LA MAREJADA DE LAS AGUAS NEGRAS.


Somos nuestras imágenes. Quien imagina un desierto, en el día irrestituible, se refugia en su propia desolación. La planicie se abre para quien desea evadirse, y perderse en el mundo como una de esas hormigas extraviadas que la ambición desvió del camino. La marejada de las aguas negras de una laguna, que yo oía en Maceió, y volví a escuchar en Venecia, impone en mí la dicción de un universo en que los elementos más contrarios reclaman adhesión y purificación.
La presencia de mundos apartados, de materias situadas antes de la repartición, es como la respiración de los amantes después del amor: aún enlazados y compenetrados, el uno en el otro, y confundidos en sus aguas cómplices, ya se hallan con todo apartados por la súbita supresión del éxtasis. En el barro fétido de la laguna, se esconde el agua universal del océano y la arena profanada por las miasmas disgregadoras. En la cronología pulverizada en que soy, al mismo tiempo, sumisión y aparición, ¡el minuto que pasa tiene el trajinar del hormiguero abierto! y las imágenes profundas más de una vez disputan el reconocimiento solar de un día ofuscante como el verano que ilumina los lagartos entre las piedras. El viento, pasajero como un dios, deja intacto a los niños.
Los mangos que palpitaban bajo las lluvias torrenciales de las madrugadas antiguas –cuando la sábana del niño insomne se levantaba como la brisa en las velas de los galeones repletos de oro de los piratas- vuelven a jadear en la alameda mentirosa que franja mis sueños devastados por el martillar monótono de las olas. Las estrellas cambian de posición, como las luces de los aviones en la curva celeste que anticipa la proximidad del aeropuerto. Y heme delante del día, que es una sucesión interminable de ventanas abiertas; y heme de nuevo delante de la noche fragante de los naranjos en flor.
Mas todavía abandonamos la mano de la masa confusa de seres y recuerdos, sueños y desconsolaciones, trabajos y rabias. Y de todo el catastro personal resta apenas, lumbrarada en la oscuridad, la imagen de un niño frente al Océano, y que escucha, en las muchedumbres y vientos acumulados alrededor del astillero podrido, la larga melodía de la memoria para siempre victoriosa –esa música sofocada, esa euforia de las aguas chorreantes y reunidas en la desembocadura del tiempo, esa respiración del mundo que, importunando a los vivos con su reiteración, ya no tiene prestigio sobre aquellos que, difuntos, están más allá de la desolación y de la muerte.

domingo, 23 de diciembre de 2007

MARX Y LA LITERATURA BURGUESA


MARX Y LA LITERATURA BURGUESA.


Un conocido revolucionario del siglo XIX llamado Karl Marx, a quien nadie puede acusar de proclividad pequeño burguesa, recitaba a Shakespeare de memoria, se extasiaba con Byron y Shelley, elogiaba a Heine y consideraba a ese reaccionario de Balzac como un admirable gigante. Y tanto él como F. Engels se lamentaban de que un genio como Goethe se rebajase al filisteísmo y a los honores de su pequeño ministeriazgo ducal. No ignoraban sus contradicciones humanas y filosóficas, sabían perfectamente hasta qué punto Goethe era un artista de las clases reaccionarias; pero no obstante lo amaban y admiraban, lo consideraban como una contribución definitiva a la cultura de la humanidad.


Hermosa lección para ciertos revolucionarios de bolsillo.


Pienso que el signo más sutil de que una sociedad está ya madura para una profunda transformación social es que sus revolucionarios se revelen capaces de comprender y recoger la herencia espiritual de la sociedad que termina. Si eso no sucede, la revolución no está madura.


Ernesto Sábato: “El escritor y sus fantasmas", Seix Barral, 2004.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

AGUINALDOS PARRANDIGMÁTICOS. Marcelino Gil


Aguinaldos parrandigmáticos

Marcelino Gil

Niño:

Ya viene el aroma
y el fulgor que emanas.
Ojalá vinieras
todas las semanas.


Por eso te pido
con plena humildad,
estos favorcitos
para Navidad:

Que no les dé nada,
ni gripe, siquiera,
a Marcos González
y a Escobar Cabrera.

Gastando zapatos
por tomarte fotos
Rafael Ojeda
ya los tiene rotos.

Hazle unos cariños
a José Bruzual,
porque al fin y al cabo
no se porta mal.

Que perdone, ruégale,
a tu padre Dios,
todos los pecados
de Alfredo Veloz.

Trae desde el Cielo
un tarro de miel
para que se endulce
Gustavo Montiel.

Advierte a Oliveros
di rendersi conto
porque el negro gallo
cantará muy pronto.

Hazle a las viuditas
sabrosas maldades.
Y, para que goces
estas Navidades,

Junta a los políticos
y poetas malos:
Agarra un garrote
y les caes a palos.

Dibuja unos marzos
con color de abriles,
para el calendario
de Francisco Ardiles.

Ponte filosófico
y habla de Bergsón
para que disfrute
Miguel Patacón.

Dime si es verdad
que en algún verano
cantaste un bolero
con García Marcano.

Tú, que eres la cura
de los peregrinos,
cura la saudade
de Orlando Chirinos.

Formúlame ahora,
que ya voy de ida,
una teoría
de la despedida.

Vete a Miraflores
y al más puro obrero,
regálale el libro
de Orlando Baquero.

Sálvame del odio
y efluvios letales,
de tantos liróforos
departamentales.

Tú, que en Cumarebo
las fiestas alargas,
decreta una eterna
para Ciro Vargas.

Si te sientes íngrimo
en la noche lóbrega,
busca que te cuide
José Carlos Nóbrega

Ve con Freddy Ordaz,
visítalo un rato,
quién quita y se atreva
a hacerte un retrato.

Vente al Rectorado,
rompe las rutinas,
repartiendo magias
por las oficinas;

haz que los burócratas
se mueran de asombro,
cuando se contemplen
tu luz en el hombro.

Llévate a Elio Araujo
a patear Los Andes,
y empaten en ésa
a Quintín Hernández.

Reconforta a Pedro,
(aquél de Carora),
que en la noche ríe
y en el día llora.

Tráete en este viaje
para Andrés Cerceau,
las fotos del Diablo
que Capa tomó.

Labra un verso único
de insólito dejo,
y se lo regalas
a Eugenio Montejo.

Para que enjoyeles
tu regia región
llévate los ojos
de María Garzón.

Dale a Ralph Granado
sabias instrucciones:
Que mezcle una lágrima
con las libaciones.

Al poeta Burgos
no lo desampares:
Dale muchas vírgenes
y muchas Guanares.


Y si te lo llevas
deja testimonio
de que está en la Gloria
junto a su unicornio.

Dale a Lenín Sánchez
ron Aniversario
cuando llegue al Cielo
con su Diccionaurio.

Si te vas solito
por los medanales,
llévate la brújula
del Negro Querales.

Vente a que te den
una clase rara
Emeterio Gómez
y el Gordo Guevara.

Pásate una tarde
bebiendo feliz
en el Bar Modelo
y en el Le París.

Y si la parranda
se pone bonita,
agarra tu taxi
para La Guairita.

Que te lo prescriba
-dile a Carlos Rojas-
tu antidepresivo
por si te acongojas.

Coda

Y a mí, no me traigas
nada, pero nada.
Ni bueno ni malo:
Ya voy de arrancada.

Estos son los últimos
versos que te escribo:
El año que viene
no voy a estar vivo.

Ya no tengo huesos
ni tengo ya músculos:
Me pasé los años
mirando crepúsculos.

Sólo tendré algo
cuando sea cadáver:
Y eso será herencia
del viejito Fáver.

Báñanos con toda
tu luminiscencia,
para que sea bello
morir en Valencia.