jueves, 27 de diciembre de 2007

CONFESIONES DE UN POETA. LEDO IVO (Traducción de José Carlos De Nóbrega)



L

VUELVO A OIR LA MAREJADA DE LAS AGUAS NEGRAS.


Somos nuestras imágenes. Quien imagina un desierto, en el día irrestituible, se refugia en su propia desolación. La planicie se abre para quien desea evadirse, y perderse en el mundo como una de esas hormigas extraviadas que la ambición desvió del camino. La marejada de las aguas negras de una laguna, que yo oía en Maceió, y volví a escuchar en Venecia, impone en mí la dicción de un universo en que los elementos más contrarios reclaman adhesión y purificación.
La presencia de mundos apartados, de materias situadas antes de la repartición, es como la respiración de los amantes después del amor: aún enlazados y compenetrados, el uno en el otro, y confundidos en sus aguas cómplices, ya se hallan con todo apartados por la súbita supresión del éxtasis. En el barro fétido de la laguna, se esconde el agua universal del océano y la arena profanada por las miasmas disgregadoras. En la cronología pulverizada en que soy, al mismo tiempo, sumisión y aparición, ¡el minuto que pasa tiene el trajinar del hormiguero abierto! y las imágenes profundas más de una vez disputan el reconocimiento solar de un día ofuscante como el verano que ilumina los lagartos entre las piedras. El viento, pasajero como un dios, deja intacto a los niños.
Los mangos que palpitaban bajo las lluvias torrenciales de las madrugadas antiguas –cuando la sábana del niño insomne se levantaba como la brisa en las velas de los galeones repletos de oro de los piratas- vuelven a jadear en la alameda mentirosa que franja mis sueños devastados por el martillar monótono de las olas. Las estrellas cambian de posición, como las luces de los aviones en la curva celeste que anticipa la proximidad del aeropuerto. Y heme delante del día, que es una sucesión interminable de ventanas abiertas; y heme de nuevo delante de la noche fragante de los naranjos en flor.
Mas todavía abandonamos la mano de la masa confusa de seres y recuerdos, sueños y desconsolaciones, trabajos y rabias. Y de todo el catastro personal resta apenas, lumbrarada en la oscuridad, la imagen de un niño frente al Océano, y que escucha, en las muchedumbres y vientos acumulados alrededor del astillero podrido, la larga melodía de la memoria para siempre victoriosa –esa música sofocada, esa euforia de las aguas chorreantes y reunidas en la desembocadura del tiempo, esa respiración del mundo que, importunando a los vivos con su reiteración, ya no tiene prestigio sobre aquellos que, difuntos, están más allá de la desolación y de la muerte.

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