martes, 26 de febrero de 2008

JOSÉ NAPOLEÓN OROPEZA O DE LA RECONQUISTA DE LOS SANTOS LUGARES. JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA


JOSÉ NAPOLEÓN OROPEZA O DE LA RECONQUISTA DE LOS SANTOS LUGARES.
José Carlos De Nóbrega.

Un perro ladra lejos
detrás del bosque negro.
Y le contesta otro perro
detrás de otro bosque
más lejos…

Ernesto Cardenal.

Lamentablemente el caso del Ateneo de Valencia ha ganado espacio en la prensa nacional y regional, sin que se haya planteado una discusión seria y sentida en torno a la política cultural del estado Carabobo. La confrontación por la institución, su infraestructura, su inventario y patrimonio artístico ha estado subordinada a la inmediatez de corte político electoral. He aquí que tendremos dos competencias plásticas y dos concursos literarios: homónimos, paralelos, políticamente correctos o no. Incluso una artista plástica comentaba a viva voz que enviaría sus obras a los dos Michelena: el Salón y la Bienal; no sabremos si en un afán irónico, oportunista o pecuniario. Recientemente, Yon Goicochea –cuya nariz es alérgica a las botellas vacías de agua mineral- se asomó con una escuálida cohorte a retomar simbólicamente (?) uno de los santísimos sepulcros de la cultura local (nos referimos a la similitud fonética entre las palabras museo y mausoleo, como bien la observara Adorno). Un día después, Don Flavio intentó en vano persuadir a los trabajadores / tomistas a devolver el inmueble en tanto ornamento rococó de la perfecta valencianidad (no importa si a la sombra del samán confundamos a Bach y Beethoven en uno solo: Ludwig “Bach” Beethoven, Naguanagua, 1964, compositor y arreglista emérito de Calle 13, miembro de una secta budista light –de armas tomar- y adelantado practicante del aikido; a tal efecto, consúltese en la Enciclopedia Secreta y Miscelánea de Richard Montenegro). Por fortuna, los verdaderos artistas de la imagen y la palabra componen su obra en silencio, más allá de la comedia de las equivocaciones protagonizada por los que aún pretenden detentar el poder en cuatro cuadras a la redonda, los burócratas y operadores políticos, mequetrefes de siempre que no impedirán a la poesía cantar la cotidianidad de la gente que se ama, detesta y reconcilia en un vínculo imprescindible con la vida.

Es precisamente José Napoleón Oropeza el protagonista o la voz cantante de este sainete encantador y provinciano. Oriundo de Puerto Nutrias, se radicó en Valencia muy joven, desarrollando su obra literaria, académica y político-cultural. José Napoleón comprendió que para ocupar espacios de poder en esta ciudad, es menester reivindicar a la godarria local: el Ateneo sería entonces uno de los motivos que integrarían el discurso heráldico de la Valencianidad. La cultura es arabesco que suma al prestigio social: adornar las paredes con cuadros que no significan impacto estético ni vital alguno, tan sólo fútil alarde de riquezas habidas en la compulsión del lucro y el contubernio con gobiernos corrompidos. No hay duda: impuso su personal vocación por el poder –en una locación si se quiere claustrofóbica- sin importar lo que le resta al conjunto de su obra narrativa y ensayística, ni el bienestar de los trabajadores con los cuales compartió el Ateneo como el terrateniente que aflige al campesino, mucho menos la democratización del acceso a los bienes culturales. No nos mueve en este artículo una intención descalificatoria en lo político, sino más bien deplorar la mezquindad humana: no cuestionamos entonces el tránsito de la centroizquierda a la periferia ultraderechista, sino echar a los mendigos del templo con palabras que asemejan patadas en el culo; no reparamos en los disfraces pseudoreligiosos y ultramontanos con los que pretende obnubilar a los entrevistadores, sino la pervertida displicencia del patrón en honrar y respetar a sus trabajadores; mucho menos nos interesan sus afinidades electivas, sino la imposición unidimensional de sus gustos y caprichos político-estéticos en la conformación de la pobre atmósfera cultural de Valencia que excluye a las comunidades, los estudiantes y –en especial- a la clase trabajadora. Sabíamos, por obra y gracia del escepticismo, que la renuncia de José Napoleón Oropeza a la presidencia del Ateneo era un recurso dilatorio para rehacer las fuerzas de la reacción: Agrupó a un casting decepcionante de seres complacientes y ensimismados en su egoísmo, saltimbanquis de oficio, curadores de pacotilla todos los días de la semana, iconoclastas que delatan movimientos estudiantiles, lectores de currículum vitae sin fin en actos académicos, especuladores de feria y patrimonios; se trataba entonces de reconquistar las prebendas de un modelo rentista que aún no hemos logrado sacarnos de encima –nuestra cultura organizacional amerita de un cataclismo para dirigirse a un verdadero cambio revolucionario-. Al punto de hipotecar la institución para demandar a los trabajadores / tomistas -demanda número 54027 como lo señala uno de los volantes proletarios- y orquestar una campaña mediática plena de verdades a medias y mentiras que rayan las mil repeticiones.

Sin embargo, detrás de la arrogancia del poderoso se esconde el miedo atávico de los que llamaba Don Teodoro Láscaris los conservaduros: Es, por ejemplo, la actitud disociada de ciertos habitantes de El Trigal, cuando cerraron las calles de la urbanización en una flagrante violación del derecho al libre tránsito, pues temían que los cerrícolas perturbaran su decadente prosperidad bovina; lo que les resta a esa clase media trasnochada es embalsamarse a perpetuidad en un mar de bolas de naftalina. Efectivamente, como lo dice León Trotsky, no es la dictadura del proletariado una organización cultural que crea una nueva sociedad, sino un orden de combate revolucionario por conseguirla. Sólo que no puede ejemplificarse en experiencias abusivas tales como la Revolución Cultural China, el Realismo Socialista de corte stalinista, ni la barbarie del régimen de Pol Pot camboyano. La discusión del tema cultural en Valencia y el resto del país debe exceder los diques de la contención burocrática de un lado y de otro, es por lo tanto obligante incorporar a los hacedores y a los espectadores –de variopinta extracción- en un diálogo crudo, horizontal y autocrítico. La Cultura sin Comuna es un contrasentido, una pose alcahueta y ridícula de los sabiondos y taumaturgos trizados por la ácida pluma de Molière. A José Napoleón le aterra el acto revolucionario de un obrero leyendo la poesía de Teófilo Tortolero o Antonio Machado, o riendo conmovido el divertido canto poético a la vida de las Cartas Animadas de Georges Méliès. Charles Chaplin persiste en hacer astillas de los policías, los agentes de inmigración y los pésimos servidores públicos. Ernesto Cardenal, por su parte, les espeta a los señorones que secuestran y parcelan la Cultura el veneno de su poesía conversada:

Las orillas de las islas son un cristal puro,
y uno ve el lecho del mar.
Allí llantas, plásticos, bacinillas…
Y sobre las basuras los peces de colores.


Valencia de San Simeón el Estilita, 24 de febrero de 2008.

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