lunes, 2 de julio de 2007

EL LIBRO Y EL SOCIALISMO: VINDICACIÓN DE UNA HERRAMIENTA REVOLUCIONARIA E INDEPENDIENTE (2). José Carlos De Nóbrega


2.-Tres exigencias a los escritores: ser esclavos y vasallos de su tiempo, sintetizar en su obra el espíritu de la era que les ha tocado vivir, y, por último, ser los más implacables jueces y críticos de su época, al punto de ser incluso cabezas de turco.


Viene bien la rogativa de Canetti a propósito del quincuagésimo cumpleaños de Hermann Broch en 1936. El escritor no debe ser la dócil mandíbula del chacal Anubis, movida tras los bastidores por el sacerdocio del momento, pretendiente de la notoriedad y la fama efímeras, del aplauso de las galerías. Mucho menos optará al mero eco que se postra complaciente ante la verticalidad de concepciones insepultas, anacrónicas y degradantes respecto al devenir humano. Tanto el culto de lo inmediato –despojado de su interacción con una lectura pertinente de la historia-, como la nostalgia de “tiempos mejores” –reñida con el contexto que nos toca ahora-, sólo conducen a callejones sin salida, coinciden en el estreñimiento del pensamiento. La actitud de responsabilidad histórica va aparejada a su herramienta esencial, el lenguaje, corazón delator de la propia personalidad del autor.
Cuarenta años más tarde, enero de 1976, el escritor búlgaro agrega: “Lo primero y más importante (lo que un escritor debe poseer hoy en día para tener derecho a serlo), es su condición de custodio de las metamorfosis, custodio en un doble sentido. Por un lado habrá de familiarizarse con la herencia literaria de la humanidad, que abunda en metamorfosis (...) Podría emplearse una vida entera en interpretarlas y comprenderlas, y no sería una vida mal empleada”. Y por otra parte, “su auténtica conservación, su resurrección en nuestras vidas, es tarea de escritores”. No en balde Canetti consagró más de treinta años en la confección de Masa y Poder, su obra maestra de exégesis humanista; terco ensayo a la par de la obsesión por el tema demostrada antes por autores dispares como Nicolás Maquiavelo, William Shakespeare y Sigmund Freud. Entonces, la tradición literaria de la humanidad deja de ser la pesadísima biblioteca que carga sobre sí la mentalidad académica y anquilosada del intelectual, el cual cree tener respuesta (consolatoria, la mayoría de las veces) a todo en toda coyuntura. Los autores clásicos son nuestros contemporáneos y ellos han hecho una crítica bastante profunda del poder. La óptica tiene que ser cínica y a la vez compasiva. Uno tiene que estar envuelto en ese discurso del poder para lograr visualizar sus hilos. Porque el poder se presenta manipulando muchos códigos que son aparentemente invisibles. Canetti sugiere que debemos pasar del saber como fetiche a “la voluntad de responsabilizarse por todo cuanto admita una formulación verbal y de expiar incluso sus fallos”. Dicho tránsito comprendería la desestigmatización del oficio del escritor ante la sociedad. Es la literatura como profecía.
El intelectual es un ocioso por vocación. El acto de observar detenidamente al mundo, sacudiendo la rutina social, luce de una incomodidad e impertinencia intolerables. Convidado de piedra en un entorno disfuncional, patético y –por supuesto- paradójicamente gratificante, su obstinada actitud de decir no (a la monocorde andanza del rebaño) le granjea la antipatía de buena parte de su prójimo. Quién los necesita. Se les ha dado significativos espacios en las universidades, academias y medios de comunicación para que se masturben detrás de las celosías o persianas americanas. Se trata entonces de contravenir el artificio abstruso y escurridizo que es el discurso del poder: La labor del escritor es hacerlo obscenamente visible. Hacernos ver que, sin embargo, el Rey continúa desnudo.

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